No quería llegar tarde, así que cogí un taxi para ir al curso de la Alliance Française. El conductor, de aspecto británico —ojos claros, tez rosada, camisa abotonada hasta arriba— me recibió con un gesto afable, asintiendo con una sonrisa y volviendo la vista al frente. Le saludé y bajé ligeramente la ventanilla para observar la delgada cinta de luces carmesíes que alumbraba la ciudad.
Tras las indicaciones habituales, el taxista me preguntó qué hacía en Angola. Le expliqué que ayudaba a las empresas españolas a exportar sus productos al país, lo típico: estudios de mercado y don de gentes. Al poco me preguntó mi edad y si tenía hijos. Con cierta incredulidad, contesté que ya iba por los 28 y que, de momento, no. Movió la cabeza en señal de negación y comenzó su monólogo.
—Yo tengo 15 hijos: 5 de ellos están en Londres, 5 en Luanda y el resto repartidos por África. Tienes que casarte y formar una familia, ¿sabes? Si yo mañana me voy, ya he hecho todo lo que estaba escrito. Tengo paz en mi casa y lo mío pasará a los míos. Pero si tú te vas, ¿qué ocurre? ¿Qué dejas aquí? ¡Se lo quedará todo el Estado! Puedes creer o no, pero Dios dice que venimos para dar fruto, y yo y mi mujer lo hemos hecho, ¿entiendes?
Soltó una perorata sobre la vida y la descendencia, pero me hizo sentir desnudo, montado en aquel Suzuki abollado por los laterales. Si mañana me fuese, solo habría algún canto aislado, y aunque fueran vítores, el polvo los silenciaría. Incluso la ovación a Pavarotti en la Ópera de Berlín amainó tras una hora de aplausos.
¿Me pongo entonces a buscar a mi consorte como un loco?
No.
Me bajé del taxi desubicado, dándole las gracias por la lección de sinceridad. Caminé hacia el aula y me recompuse. En el fondo, lo que dejas es lo que cala en las personas de tu alrededor. La mano que tendiste cuando el resto se resignaba a hacerlo. Y poco más, aunque ese poco es mucho. Explícale tú al polluelo que su mundo va más allá del nido donde descansa.
No tengo ni la más remota idea de lo que quiero hacer. Me encuentro muchas veces superado por el trabajo, las ambiciones o las expectativas de los demás. Y creo que es algo positivo, significa que me replanteo lo que sucede constantemente. Claro que me pregunto si el tren de formar una familia pasa al acercarse los treinta; mis abuelos y la cultura africana son otro cantar. Pero sin presiones.
En la película La langosta, de Yorgos Lanthimos, uno tiene 45 días para encontrar pareja o se convierte en el animal que desee. No haré spoilers —la pieza es muy recomendable—, pero sí diré la preferencia del protagonista: las langostas, porque viven más de cien años, tienen la sangre azul —como los aristócratas— y son fértiles toda su vida.
Bien, pues yo no sé si quiero ser comercial, escritor, cantante o cortador de jamón. Desconozco mis pretensiones en el amor, por mucho que escriba sobre ellas, ya que a veces se me quedan grandes. Atravieso una crisis de identidad cada vez que salgo a comprar batata dulce. Y no pasa nada por ello. Lo que sí tengo claro es el animal: un lince ibérico. Porque es un felino agudo, avistarlo es una suerte reservada a los que miran sin prisa y vive en la dehesa extremeña.
Y así, entré en la clase con un sonado bonjour.
Un lince políglota sabe camuflarse mejor. O al menos puede defenderse en francés.
Buenos días