Al volver de la playa de Sangano me sorprende una frase en el portón del candongueiro, oculta tras los restos de pintura descascarillada: “a vida é uma mentira, a morte é a única verdade”. Al adelantarlo por la izquierda observo varios brazos oscuros apoyados sobre las ventanillas. Los rostros, hacinados en los compartimentos, miran al exterior en busca de una señal que no llega.
El conductor, encamisado tal vez para evitar las picaduras de mosquitos tropicales, lleva una gorra desgastada de los Palancas Negras, la querida selección nacional, y un collar de perlas blancas que contrasta con su cuello erguido. Estas furgonetas azuladas transportan a los ciudadanos, guiadas por el tumulto que sube y baja como una bandada de pájaros. En los alrededores de Luanda millones sobreviven: algunos levantan improvisados puestos ambulantes al borde de las carreteras mientras otros deambulan por zonas secas que parecen pedir agua y luz a gritos.
La frase me persigue, encontrando ecos incluso en situaciones aparentemente casuales. Una noche, mientras esperaba un Yango en un cruce desierto, un chico descalzo se acercó por mi izquierda. “Eu vim a pé do Mussulo, a praia do Mussulo, e não tenho sapatos”. Bajé la mirada: llevaba los calcetines amarillentos, rotos y llenos de lamparones. Mussulo está a 60 kilómetros de donde me encontraba. Tragué saliva, pero no supe qué decir. En mi mente ya me había resignado a entregarle la cartera, la mochila y hasta las zapatillas, más por miedo que por generosidad. Sin embargo, sus ojos hablaban de otra cosa.
Se tocó el pecho con un gesto en cruz y dijo: “Mas eu tenho Deus, Deus está comigo.” Apenas articulé un “bom viagem” y le sonreí. Él juntó las manos en agradecimiento, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
Yo no alcanzo a saber lo que es la pobreza. Tampoco puedo retratarla con palabras porque no le haría justicia. Estos días me ha mirado de frente y yo he agachado la barbilla, avergonzado. Aquí hay niños esqueléticos que caminan en grupo bajo su propio faro. “Si te piden dinero, no les des —me aconsejaron—. Compran gasolina y la esnifan, en todo caso dales comida.” La gasolina aquí es barata, pero pero lo que cuesta va más allá de su valor.
Angola es un lienzo fauvista: vibrante, caótico y ardiente, dividido a partes iguales con el cubismo de Picasso, fragmentado y desconcertante. Me deslizo entre los expatriados de burbuja en burbuja, como si saltara de nenúfar en nenúfar sin mojarme los pies. Veo playas vírgenes, ceno pescado fresco y frecuento clubes nocturnos donde los mojitos llegan con hielo en abundancia y te sientes parte de algo —aunque no sabes bien de qué. Pero basta cruzar la puerta de esos refugios climatizados para que la desigualdad te espere, como un portero que señala con un dedo acusador. Resuena entonces la frase: “La vida es una mentira, la muerte es la única verdad”.
Llego a casa ciego como una cuba y pongo de fondo a Mac Miller. Me detengo en Funny Papers, en un verso que te sacude cuando crees estar a salvo:
"I saw his picture in the funny papers
Eleven pounds, named after his uncle Gabriel
His mother cried with her lips against his soft face
Why'd she bring these bright eyes into this dark place?"
La canción invita al llanto, pero hay algo casi reconfortante en su melancolía. Es como mirar un día gris desde la ventana sabiendo que el mundo, por una vez, no te pide nada. “Didn't think anybody died on a Friday”. La música me toma de la mano y me lleva por un pasillo largo donde la vida avanza con aullidos inaudibles y la muerte acecha, vulgar y persistente, como un rumor en la penumbra.
Muerdo un plátano que le compré a Belinda, la chica del puesto de abajo. La negociación fue breve y algo humillante: ella me sonrió con una mezcla de dulzura y superioridad. Me cobró 2.500 kwanzas por seis plátanos y una piña. “É muito bom”, me aseguró, y tenía razón. La fruta estaba tan buena que le habría pagado el doble, aunque prefiero que no se entere.
Recuerdo también a Toba, que nos enseñó qué era el kizomba, un baile con ritmos más lentos que la salsa. Su sonrisa jamás desaparecía. Nos saludaba siempre diciendo “muito forte, muito forte”, como si al repetirlo cobrase sentido. Tenía el ritmo en las venas y una energía que desarmaba cualquier cansancio.
O a Gomis, que en el mercado de la artesanía me explicó qué significaba la máscara del pueblo Chokwe. Lo hizo con esa seriedad académica que te asusta un poco. En sus palabras la danza y la historia eran lo mismo, un grito fusionado. Aquí hay fortaleza, mucha. No es solo una cuestión de cuerpos; son almas indestructibles.
Quizá entendí mal la frase del candongueiro. Lo único que está escrito es el punto y final. Todo lo demás es un relato, una ficción que improvisamos mientras seguimos adelante. Lo digo desde mi posición de foráneo, consciente del privilegio que me mantiene al margen.
Y estoy aquí, frente a esta vida desbordante, con sus contradicciones, con su caos y sus verdades a medias. Tal vez no importe comprender, sino avanzar. Avanzar a través del desconcierto, aferrándonos a lo real, aunque sea efímero. Porque entre las mentiras de la vida y la certeza de la muerte es donde seguimos existiendo.
Gracias por compartir esto🫂
Joder, muy bueno. Me ha llegado.
Gracias por compartir 🫂