La abuela Ana es la mejor de todas. Siempre está de aquí para allá, con sus andares animados, concentrada en cumplir cada tarea que se propone. Al sonreír, se le marcan los hoyuelos y se le achinan los ojos, como si la alegría le naciera desde lo más profundo.
La verdad es que no me hace ni caso. Es cabezona, de ideas fijas. Le importa un pimiento que su nieto viva a dos manzanas, porque ella se basta sola. Podrá ir al fisioterapeuta, al oftalmólogo, al otorrinolaringólogo y, si se diera el caso, hasta al Vaticano a ver al Papa, pero si hay que sacar una caja de la repisa más alta con un brazo maltrecho, lo hace sin pensarlo.
Me gusta cogerle la molleja del brazo, verla cocinar y tumbarme en el sofá mientras conversamos. “¿De dónde es la niña con la que estás quedando ahora, Luis?” me pregunta. Cuando le digo que de Canarias, responde: “Siempre te las buscas lejos: que si gallega, que si del norte. Pareces empeñado en recorrer el mapa. Tú lo que tienes que hacer es salir con una de Madrid, del sitio en el que vives”.
Mi abuela es puntual. Un día había quedado con su amiga a las 17:30 y, como a las 18:00 no se había presentado, me contó: “Yo me volví a casa, Luis; ya había esperado demasiado. ¿Cómo se dice lo de esperar unos minutos...? ¿La cortesía? Eso, eso, la cortesía estaba cumplida y dada de vuelta, hijo."
Cuando llego a su casa y abre la puerta me mira con sorpresa, como si no esperara verme. “Con el frío que hace, ¿cómo vienes así?”, dice señalándome el abrigo ausente. La miro, chasqueo los dedos y la abrazo. Hay cosas que sabemos que no van a cambiar, por más empeño que le pongamos.
Últimamente le duele la pierna, cosas de la edad, pero eso no le quita el coraje. “El otro día, María me ve en el portal y me dice: ‘Oye, Ana, estás un poco coja’. ¿Tú lo ves normal, Luis? Pues ya te digo yo que eso no iba a pasar otra vez. El domingo, que fui a misa, mira que me dolía la pierna, pero salí más esbelta que una rosa. Y cuando la vi, le solté: ‘¿Qué tal, María?’ con una sonrisa de oreja a oreja”.
Tengo una imagen grabada con nitidez, aunque apenas rozaba los siete años. Cuando mi abuelo murió, yo estaba en Toledo, en la cocina, jugando con la pelota. Llevaba una camiseta de Fernando Torres y fantaseaba con driblar a rivales imaginarios, como si al dejarlos atrás pudiera esquivar a la muerte y cambiar el curso de los acontecimientos. Un olor a guiso se extendía por la casa y solo se escuchaba el golpeteo del balón contra el lavavajillas. Ahora lo recuerdo cada vez que veo su foto en el salón.
“A tu abuelo le gustaba mucho el cine”, me confiesa la abuela si menciono el nombre de algún actor. No es un tema que surja con frecuencia, pero cuando lo hace, sus ojos se humedecen y eso, de alguna manera, me entristece.
A menudo me culpo por no pasar más tiempo con ella, dejando que los días se escapen en nimiedades. Me asomo a mi vida y veo que la carrera por cosas tan banales ha hecho que me aleje de lo que realmente importa. Y aunque sé que llegará un día en que ya no escuchará el timbre de la puerta, también sé que, de algún modo, ella permanecerá en cada rincón de esta casa, en sus pasos por la cocina o en sus palabras de sabiduría, a veces salpicadas de ironía.
Mi abuela, con su alegría y su vitalidad, es un ejemplo de resistencia, no solo en lo físico, sino también en la forma en que enfrenta la vida. A veces, perdemos de vista lo esencial. Si llevas varios días sin hablar con tus yayos o tus familiares, descuelga el teléfono. Puede que sea lo más reconfortante que hagas hoy.
Por cierto, el lunes vamos a comer juntos. Qué suerte tengo.
Que lindo Lucho que puedas compartir ratitoscon tu abuela. Es un mimo para ambas almas.
Y la forma que tienes de contarlo da ganas de pasar el rato con ustedes.
Qué bonito, Luis! Suerte tú y suerte ella de tener un nieto que la atienda :)